He cruzado a la otra orilla en sobriedad y, contra todo pronóstico, he sido el último en reír. Me voy abstemio, sereno, afortunado, seguramente porque, aun habiendo vivido lo bastante y con sobrada holgura, por suerte no llegué a vivir lo suficiente para, como la cabra, volver a tirarme al monte. Amor perpetuo a las camaradas y amigos que me escoltasteis en las barricadas de mis necedades, de todos me congratulo, con todos me complací; gratitud infinita a las compañeras de yunta que me han querido tanto y procuré querer bien; y gracias de corazón, faltaría más, a las pretendientes que se hicieron humo antes, incluso, de prender la mecha. Hasta ayer mismo, que honda fue la quemadura que nunca ardió. Pido perdón para siempre a quienes, sin pretenderlo, haya podido ofender, y absuelvo para los restos a quienes, queriéndolo o no, intentando alguna vez sacarme de mis casillas. Solo llevo en las alforjas lo que al final de una endiablada disputa contra el güisqui conseguí restablecer: mi dignidad (que hoy, ya también, es nada). Sabed que un algo de cordura –en otro tiempo esquiva, resbaladiza, veleidosa– halló aposento en mí durante el lustro que cabalgué a palo seco, y alegraos en esta hora pues, a pesar de los peajes, esta crucial conquista in aeternun bien valió la rebeldía de una vida entera. Besos y abrazos en abundancia, y paz y salud como si no hubiera un mañana, ¿ o acaso lo habrá? Ite Missa est